Alicia Méndez (psicóloga)
Salud y Bienestar

Vivimos en un mundo rápido, sujeto a cambios constantes. Las rutinas aceleradas, las redes sociales, las presiones laborales y académicas nos empujan, muchas veces, a vivir en modo automático. En este contexto, quizá no estamos prestando la atención suficiente al modo en que se forjan nuestras relaciones o a cómo son, en realidad, nuestros vínculos actuales. ¿Cuánto tiempo dedicamos a mirar al otro, a escucharlo, a conectar genuinamente con lo que está viviendo?

I. ¿"Emociones negativas" o "emociones desagradables"? 

 

La vida está llena de situaciones que no siempre son agradables. Algunas son momentáneas, como perder la guagua, un malentendido con alguien querido o una mala nota en un examen. Otras, en cambio, son más profundas y prolongadas, como la soledad, el estrés sostenido o el duelo por la pérdida de un ser querido. En cualquiera de estos casos, es normal que aparezca un malestar, una emoción incómoda que, en muchas ocasiones, quisiéramos evitar a toda costa. Sin embargo, por muy desagradable que resulte, esa emoción está ahí por una razón. Tiene una función importante: ayudarnos a comprender lo que está ocurriendo en nuestro mundo interno y externo.

 

 

II. Las emociones como señales internas (y externas)

 

Las emociones, incluso las que catalogamos como “negativas”, tienen un sentido. Son señales, mensajes del cuerpo y de la mente que nos dicen: “algo está pasando, préstame atención”. Además, no solo cumplen una función para con nosotros mismos, sino también con los demás. Nos permiten expresar y comunicar nuestra vivencia emocional ante una situación determinada.

 

Pensemos, por ejemplo, en un duelo. Ante la pérdida de alguien significativo, es esperable sentir tristeza, rabia, impotencia, vacío… Son emociones que nos hablan de lo que esa persona significaba en nuestra vida. Nos estamos enfrentando a la difícil tarea de (re)acomodarnos a una realidad en la que esa persona ya no está físicamente. Por eso, ese malestar emocional actúa como una especie de brújula que nos orienta dentro de una situación que ha cambiado por completo. Es común que estas emociones vayan acompañadas de conductas visibles, como el llanto, la fatiga, la falta de apetito o el desinterés por lo cotidiano. Todo esto es parte de un proceso natural y necesario.

 

Pero además, hay otro aspecto importante: mi emoción también comunica algo a mi entorno. La tristeza, el dolor o la angustia visibles permiten que mi círculo cercano comprenda que estoy atravesando un momento difícil. Y, a partir de ahí, puedan ofrecerme apoyo: acompañarme, ayudarme con tareas cotidianas, brindarme un espacio de escucha o simplemente estar presentes. Todo esto no sería posible sin la empatía.

 

 

III. Empatía: entender y conectar con el otro

 

La empatía puede definirse, según un estudio de 2020 de SciELO Public Health, como “un concepto complejo que, de manera general y poco específica, se define como una habilidad que permite colocarse en el lugar del otro, de modo de entender su situación actual y, a partir de allí, propiciar una mejor ayuda”.

 

Es decir, cuidar y empatizar van de la mano. No solo se trata del componente cognitivo de “entender” lo que siente la otra persona, sino también del componente moral o afectivo: conectar de forma auténtica con el dolor del otro para, desde ahí, actuar con compasión y respeto. La empatía nos impulsa a mirar al otro desde su humanidad, y no desde nuestras propias respuestas automáticas o juicios apresurados.

 

Ahora bien, ¿siempre logramos ser empáticos? No necesariamente.

 

 

IV. Simpatía vs. empatía: los riesgos de invalidar al otro

 

Muchas veces, en lugar de empatía, ofrecemos una respuesta simpática. La simpatía puede definirse como esa reacción que busca, desde una buena intención, aliviar el malestar del otro o encontrar soluciones inmediatas (aunque no sean solicitadas). El problema es que, en este intento de ayudar, se corre el riesgo de no conectar realmente con lo que la otra persona está sintiendo. Frases como “bueno, pero al menos…” o “¡anímate, no estés triste!” pueden parecer reconfortantes, pero muchas veces invalidan la experiencia emocional de quien está sufriendo.

 

¿Por qué sucede esto? Hay muchas razones. Quizá no sabemos cómo relacionarnos con el dolor ajeno. Nos incomoda, nos sentimos desorientados, o pensamos que lo más importante es “arreglarlo”. Sin embargo, lo que más humanos nos hace frente al sufrimiento del otro no es resolver ni decir lo correcto, sino acompañar desde la presencia y la escucha. Sentarnos junto a esa persona, validar su emoción, y decir con el cuerpo, con la mirada o con el silencio: “Estoy aquí contigo, no estás solo / a”.

 

Sin ese paso previo, todo lo demás corre el riesgo de caer en saco roto. La verdadera conexión requiere detenernos, abrir el corazón, y permitir que el dolor del otro nos atraviese aunque sea por un instante. Solo así podremos ofrecer una ayuda que no solo sea útil, sino también profundamente humana.

 

 

*Alicia Méndez es psicóloga especializada en neuropsicología y neurociencia cognitiva. Actualmente, ejerce en su consulta, Amablemente, y colabora con diversas instituciones y proyectos, como Avantis Salud y Prospecto Sanitario
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